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Improvisación v/s medidas de gobierno. Por: Eduardo Mackenzie

Para copiar como se debe, es decir sin criterio y sin responder a las realidades penales de Colombia, el nuevo ministro de Justicia, Néstor Osuna, debería  seguir a rajatabla el ejemplo de Dinamarca, país de sólo 6 millones de habitantes con un nivel bajo de criminalidad y que, quizás por eso, inventó las cárceles abiertas.

Lo que el ministro Osuna presenta como una innovación, como un paso hacia la “justicia restaurativa” no es más que una burda copia de lo que hace Dinamarca, país con un perfil criminalístico mil veces inferior al de Colombia. Allá, es cierto, la mitad de las prisiones son abiertas. Por una razón: ese país, donde reina, como en los otros países escandinavos, una cierta cultura de la confianza, tiene una de las tasas más bajas de encarcelamiento del mundo: 61 detenidos por 100.000 habitantes, para un total de 4 000 detenidos a comienzos de 2021.

En un reportaje para la televisión francesa, de marzo de 2019, Annette Damgaard Pedersen, la directora de la prisión abierta de Sobysogard, explicó muy orgullosa: “En nuestra prisión no hay muros, ni barreras, ni miradores, ni rejas en las ventanas, todo está abierto”. Los guardianes, en efecto, están desarmados y para protegerse disponen de un botón de alarma. Cada año, sin embargo, hay entre 12 y 14 incidentes internos, y entre 4  y 5 evasiones. Pero la tasa de suicidios de detenidos es baja.

En otro reportaje, Lene Møller-Nielsen, directora de la cárcel de Horserød, al norte de Copenhague, resumió: “Aquí todos los detenidos deben estar en su celda de las 9 de la noche a las 7 de la mañana. Todos los días deben ir a trabajar, estudiar o seguir un tratamiento médico. Desde las tres de la tarde tienen tiempo libre. Los detenidos preparan su comida, lavan su ropa o hacen deporte”. Los presos tienen acceso a internet y al teléfono en sus células. En la cocina común pueden usar grandes cuchillos atados a un cable. Y para quienes crean disturbios hay cinco “células disciplinarias” que no son muy diferentes de las otras celdas.

Thorkild Fogde, director de prisiones, explicó que el sistema de cárceles abiertas es posible pues en Dinamarca no hay exceso de detenidos. Estos pueden alcanzar ese beneficio si han sido condenados únicamente a penas inferiores a los cinco años de cárcel y están finalizando la ejecución de las mismas. En las ocho prisiones abiertas de Dinamarca reside una tercera parte de todos los detenidos del país.

En cambio, en Colombia, país con 50 millones de habitantes, hay 98.464 detenidos, con un índice de hacinamiento de 21,3% (1).

Otro detalle que el ministro Osuna podría copiar: para mejorar su sistema represivo, el reino de Dinamarca dio un nuevo paso hacia adelante: expulsará  350 extranjeros condenados, para que paguen su pena en una cárcel de Pristina, capital de Kosovo. No quieren que esa gente se instale en Dinamarca. El anuncio de esa medida fue lanzado por el ministro de Justicia Nick Haekkerup,  en diciembre de 2021. Copenhague pagará a Kosovo por ese servicio 216 millones de euros. En años pasados, dos países más, Noruega y Bélgica, alquilaron celdas de prisión en los Países Bajos para enviar allí  prisioneros extranjeros.

El ministro colombiano debería ser consecuente y además de abrir las cárceles a gente peligrosa podría lanzar la idea complementaria: despachar a otros países a los delincuentes extranjeros. Para copiar a los daneses podría repetir: No queremos que esa gente se instale en el país.

Colombia, empero, es víctima de lo contrario: de la desidia de ciertos jueces y de la decadencia del poder judicial que aceptó, en muchos casos, tratar a los peores narco-terroristas, algunos extranjeros, como criminales “políticos”, es decir disculpables y excarcelables y, peor, dignos de participar en negociaciones de paz y de llegar al Congreso de la República sin haber sido elegidos y sin haber pagado un solo día de cárcel por sus atrocidades.

El 1 de abril de 2022,  según cifras oficiales, en Francia, país con 71 millones de habitantes, había 85 772 personas privadas de libertad: 71 053 encarceladas y 14 719 detenidas en sus domicilios con vigilancia electrónica. Y 20 sitios de reclusión estaban ocupados al 150% de su capacidad, de los cuales había seis cuya capacidad excedía el 200%.

Para tratar de superar tal degradación, el presidente Emmanuel Macron propuso una reforma penal y abrió, en marzo de 2018, un debate sobre la cárcel abierta. Cuatro años después, ninguna medida sobre eso ha cristalizado.

En Francia la cultura penal es, como en Estados Unidos y en Colombia, la sanción penal efectiva. La opinión pública francesa está lejos de querer adoptar el sistema escandinavo. Contra la opinión de algunos círculos de izquierda, la mayoría estima que la cárcel no debe ser convertida en centro de vacaciones o en hotel donde el condenado dispone de un dormitorio y otros servicios y de libertad durante el día.

Por definición, una prisión es un edificio cerrado a donde deben ir los condenados a penas privativas de libertad o en espera de un juicio por haber cometido, o por ser sospechosos de haber cometido, un crimen o un delito. Sin ese principio, la sociedad queda indefensa y es maltratada injustamente: las víctimas o sus familias deben huir de sus ciudades para escapar a la venganza de los agresores. La justicia propone lo contrario: que el victimario sea puesto en imposibilidad material de cometer nuevos delitos.

Colombia no debería abandonar la lucha para condenar a los delincuentes.

En todo caso, la prudencia que muestra el sistema danés no aparece en el proyecto de Néstor Osuna. La limitación fijada por Dinamarca a su modelo de cárcel abierta –solo aplicable a penas inferiores a cinco años–, no vertebra el plan del ministro  colombiano. “Esos beneficios aplicarían para un detenido que haya cumplido una parte de su condena”, declaró el doctor Osuna. Lo que quiere decir que un monstruo, autor de crímenes de sangre, puede ser beneficiado, si ha cumplido “una parte de su condena”.

El ministro excluye del modelo de cárcel abierta únicamente tres categorías: los condenados por genocidio, los condenados por  secuestro y los “abusadores sexuales” (categoría confusa). Es decir, ese enfoque podría beneficiar a quienes hayan cometido crímenes y delitos que tienen que ver con la integridad de las personas, lo que en sana lógica debe ser severamente sancionado con la privación de libertad.

¿El gobierno petrista quiere que los primeros en disfrutar de ese sistema laxista sean los bandidos de la “primera línea”, autores de asesinatos, torturas, incendios, lesiones personales y robos, pero que el gobierno presenta como heroicos “jóvenes” capturados injustamente durante las “manifestaciones pacíficas” de 2021 por los despiadados funcionarios del Esmad?

Esa es la doctrina que parece emerger del proyecto del ministro Osuna: desmonte de lo construido por la democracia, adopción a hurtadillas –sin debate público y como un acto de “modernización”—, de las taras ideológicas de las minorías progresistas: su propensión perversa a convertir a ciertos criminales en víctimas, su idea de que la sanción penal debe ser substituida por la redención y la amnistía, de que acudir al angelismo en lugar de la justicia reduce la criminalidad y, finalmente, el dogma de que la sociedad debe priorizar el derecho de los delincuentes aunque eso implique reducir los derechos de las víctimas.

¿Alguien puede sorprenderse de que un sentimiento de cólera e indignación popular contra la absurda reforma de Osuna aflore en las conversaciones, recorra las redes sociales y algunas columnas de opinión? Ese consenso legítimo es resumido por una frase: “Este gobierno siempre está buscando formas de beneficiar criminales”.

Nadie se opone a las enmiendas sensatas. Mejorar la instrucción de los procesos, reducir los errores judiciales, evitar las sentencias desproporcionadas, tratar a los detenidos de manera más humana, luchar contra el hacinamiento y contra los tratos violentos y humillantes en las cárceles, reducir las detenciones por delitos menores, favorecer el trabajo, el deporte y los estudios y los demás factores de reinserción de los detenidos: sí, mil veces sí, pero no abrirles las puertas a los criminales.

Como la gobernabilidad de Colombia ahora no tiene nada que ver con las necesidades, recursos y desafíos del país, sino con las obsesiones ideológicas del nuevo jefe de Estado, la obtusa copialina de lo que exploran con prudencia otros países con rasgos políticos y sociológicos diferentes a los de Colombia, tiene desgraciadamente las puertas abiertas. ¿Hasta cuándo?

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