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Elogio del miedo. Por: José Félix Lafaurie

Colombia parece sufrir la enfermedad de Urbach-Wiethe, dolencia exótica que inhibe al cerebro para reconocer el peligro y, en consecuencia, quien la padece, sencillamente…, no siente miedo. Qué falta hoy nos hace el miedo frente a la amenaza que se cierne sobre un país a riesgo de perder su democracia y su futuro.

Colombia parece sufrir la enfermedad de Urbach-Wiethe, dolencia exótica que inhibe al cerebro para reconocer el peligro y, en consecuencia, quien la padece, sencillamente…, no siente miedo. Qué falta hoy nos hace el miedo frente a la amenaza que se cierne sobre un país a riesgo de perder su democracia y su futuro.

Al Centro Democrático, durante la campaña del plebiscito y tras el triunfo del NO, se le acusó de usar el miedo como argumento electoral, y hoy me pregunto si no es legítimo hacerlo como advertencia frente a una amenaza real. La advertencia del riesgo es una forma de enseñanza. No se trata de vivir asustados, sino de poder reconocer el peligro para enfrentarlo.

La historia nos dio la razón; la amenaza era real: impunidad frente a gravísimos delitos, no verdad y, a cambio, negacionismo cínico del secuestro, reclutamiento y abuso de menores y demás fechorías, no devolución de bienes ilícitos, no reparación y, lo peor, no garantía de no repetición, pues ahí están las disidencias haciendo de las suyas y el país infestado de cultivos ilícitos. Combinación, pura y dura, de todas las formas de lucha.

Colombia está amenazada y es necesario sentir miedo para salvarnos de una carrera temeraria hacia el precipicio, como sucedió en Venezuela. Después de ocho años de polarización inventada por el “farcsantismo”, de estigmatización mentirosa como “enemigos de la paz”, Iván Duque llegó a la presidencia ofreciendo una rama de olivo para reunificar el país alrededor de su futuro, pero su propuesta de reencuentro y su posición generosa y dialogante fueron malentendidas como debilidad y despreciadas desde el primer día, con la amenaza cumplida de mantener al pueblo en las calles, protestando porque sí y protestando porque no.

Rápidamente, como el enemigo de mi enemigo es mi amigo, el centrosantismo, que casi le entrega el país a las Farc, que clamaba venganza por su derrota plebiscitaria, que necesitaba legitimar su atropello a la democracia y, de contera, sufría la abstinencia de “mermelada”, se sumó ladinamente a esa campaña de desestabilización que, en su último capítulo, no solo cobra como trofeo la libertad de Álvaro Uribe, sino que aprovecha con mezquindad el sufrimiento de los colombianos, convirtiéndolo en inconformidad frente a un gobierno que ha hecho hasta lo imposible por proteger su salud, sus vidas y sus empleos.

Es la combinación de las fuerzas de lucha, insisto: la desestabilización del narcotráfico y la violencia rural que no desapareció con el Acuerdo; la del microtráfico y la violencia urbana; la protesta callejera que detuvo la pandemia, pero sigue latente y convocada; la guerra política contra Iván Duque desde el Congreso; la mediática desde las redes y los medios que aún pagan su cuota de gratitud; y la guerra jurídica contra los miembros del Centro Democrático, que metió a un patriota a la cárcel y deja a los apátridas en el Congreso; con una justicia que se quitó la venda para escoger a quién acusa y a quién precluye, a quién escucha y a quién silencia, a quién le cree y a quién no.

Es el socialismo fallido del vecindario, disfrazado de “progresismo”, auspiciado desde La Habana, Caracas, São Paulo y ahora desde Puebla; listo para el zarpazo en 2022.

Erasmo puso a hablar a la locura y la elogió, en un intento por salvar la cristiandad y la sociedad renacentista; yo, sin mayores pretensiones, me arriesgo a un “elogio del miedo” como mecanismo de supervivencia para un país amenazado.

Más vale tener miedo. Elogiado sea, si con ello contenemos la amenaza y salvamos a Colombia.

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